la misma cama



Podemos compartir la vida, y podemos compartir la cama. Al principio era un deseo ardiente de tener una cama pequeña, lo más pequeña posible. Esto era porque mientras más chica era la cama, más cortas eran las distancias, y la cercanía por ende era muy marcada. Cuerpo a cuerpo, y nada era más relevante y tangible que eso. Ni las extremas noches de verano, las duras noches de invierno, o acaso una que otra noche iluminada por la luna o los rayos de una fuerte tormenta próxima a venir. La respiración del otro era lo que nos guiaba en medio de la oscuridad. Lo pequeño de una cama no era de importancia. Y a medida que pasaba el tiempo no importaba el tamaño de la cama, hasta que un día sí importó. Fue algo que comenzó y casi no lo notamos. No era evidente. Pero poco a poco, surgía la necesidad o incluso el deseo de una cama grande. Una cama grande donde los espacios fueran amplios y en ocasiones esto podía significar que podíamos alejarnos, al menos por un momento. Lo amplio de los espacios también tenían una fuerte similitud con la libertad, libertad de dar vueltas, y libertas de estirar brazos y piernas, libertad al fin. Y así fue que comenzamos a sentir que ese espacio se podía hacer más grande. En ocasiones podíamos desconocernos o tener que hacer un esfuerzo extra por estirar los brazos y así llegar al otro. La clave era desear llegar al otro. Y esforzarse para ello. Porque el pasar de los días solía traer rutina y con esto las distancias se hacían más grandes. Una pila de obligaciones a veces se posaba en la cama, desplazando el lugar para libros de lectura placentera, tazas de café con golosinas compartidas y planes de sexo. La semana de tareas también se posaba sobre los hombros y esto los empujaba a buscar la cama con muchas ganas, mas ganas de dormir y de estirar los brazos y dar vueltas en un espacio grande era lo que formaba ese deseo ardiente. Y por ende ya no había tantas mañanas, madrugadas o siestas jadeantes. Y si en algún momento, por accidente se rozaban volvían de alguna manera a mirarse, obligados o no por la situación, se miraban y entonces se tocaban y todo parecía volver a ser como antes. Se reconocían, y aunque no se creían perdidos, interiormente sentían que se volvían a recuperar. Quizá recuperar un antes que se diferenciaba de este ahora. Podían reir, intercambiar miradas cómplices, y las caricias que llenaban la cama, lograban que la habitación a su vez se llenara de jadeos. El momento se llenaba de un antes que ya les era conocido y por un rato lo demás no entraba en la cama, no había lugar porque ésta se volvía una cama pequeña. Una cama llena de brazos, manos, dedos y pulgares mojados, espaldas mojadas, bocas secas y otros lugares húmedos. Había mucho calor y esto era porque no había demasiado lugar en esa cama pequeña. Y así era como volvían una vez más a ser amigos, compañeros. Pero la pila de tarea volvía a depositarse en la cama, porque ésta era una cama grande y con muchos espacios por llenar. Y así la cama volvía a ser inmensa, y ellos no sabían cómo encontrarse en una cama tan espaciosa que en ocasiones se volvía muy fría. ¿Y es que cómo podemos volver a compartir la cama? Era ahora una preocupación porque el invierno se acercaba y una cama fría no era la mejor manera de pasar el invierno hasta que volviera la siguiente primavera.